Última actualización 15/08/2021
Nieva.
Y juraría que fue cuando llevábamos veinte días seguidos el momento en que dejé de contarlos o que simplemente perdí la cuenta. Resulta curioso ver como disminuir el nivel de estímulos hace que tu cabeza entre en un lento e imparable letargo, como si se activara el modo ahorro de energía. Era la consecuencia de pasar tantos días sin salir de casa sumido en la rutina y de que al asomarte por la ventana en búsqueda de alguna novedad pasaras del blanco inmaculado de la nieve durante el día al negro más absoluto de la noche. La verdad es que ahora que lo pienso podrían haber pasado veinte días lo mismo que veinte años; no tengo claro si ni tan siquiera me hubiera percatado de ello. Vivía, junto a mi padre y mi abuelo, en un mundo que era como una película en blanco y negro.
– La última vez que nevó de esta manera acabamos utilizando los muebles para alimentar la chimenea – dijo papá.
Mi padre siempre había sido un hombre bastante práctico y con muy poco apego a lo material. De los que preparan un viaje de varias semanas y solo traen consigo una pequeña mochila. En aquella última ocasión cuando se nos acabó la leña acumulada en casa y fue imposible salir a por más, metió en la chimenea y sin inmutarse gran parte de las reliquias familiares que eran capaces de generar algún tipo de combustión; todo aquello sin apenas pestañear. El tocador de mamá, su mesilla de noche, algunos de los juguetes de madera que me acompañaron en la niñez e incluso algún sombrero del abuelo. Estoy seguro que ni tan siquiera aprovechó un momento de descuido de su propio padre para lanzar aquel formidable sombrero de ala ancha al fuego. Es del tipo de personas que cuando tiene una cosa clara en la cabeza asume de manera automática que esa es la mejor opción para todos y que él tiene el derecho absoluto a su ejecución. Ya está, decía si veía que algo de lo que había decidido por ti no te encajaba, ya está.
Solo sufrió cuando lanzó el tocador de mamá a la hoguera, las lágrimas en sus ojos hablaron por él; pienso y dudo que fuera por el hecho de perderlo si no más bien porque le recordaba a ella. El fuego chisporroteó y emanó un extraño olor perfumado; algo nos debimos dejar dentro. Ya está, volvió a repetir de nuevo sin que nadie previamente le replicase, ya está. Una parte de sí mismo le estaba justificando a la otra que su decisión había sido la correcta.
– Venga papá, ya sabes que al menos estos días no tenemos que preocuparnos por el agua; y aprovechamos para aumentar las reservas – estaba tratando de animarle.
Volvió a sentarse en la mecedora junto al abuelo, que dormitaba al calor de la lumbre y que de vez en cuando se revolvía en sueños. Siempre era así, algo desconocido le perturbaba cuando alcanzaba el descanso. Un ininteligible extraño murmullo surgía de sus labios, reproduciendo en bucle lo que parecía la misma escena. Es como si no pudiera escapar. Al rato cesaba, se ponía en pie y actuaba como si nada hubiera pasado, como si no lo recordara.
Ambos quedaron dormidos durante un rato más, por lo que permanecí observándolos en silencio. Era una deliciosa imagen de dos hombres curtidos que han compartido mucho juntos. Cerré los ojos y me invadió un intenso olor a madera y brasa, sentí el calor más fuerte y un agradable crepitar. Unos sentidos se apagan y otros se ponen en marcha, pensé. Abrí de nuevo los ojos y el olor, el calor y el sonido de la hoguera bajaron nuevamente de tono; tomé mi diario y volví a escribir.
La verdad es que últimamente era todo muy extraño, yo solo tengo doce, pero en los últimos años he visto de todo. Pasamos de las intensas nevadas al calor más extremo. O no para de llover o tenemos que llevar al límite nuestras reservas de agua para sobrevivir. Porque como dice mi padre hace tiempo que esto pasó de ser vivencia a supervivencia.
Vivíamos en un pueblo en el centro de la isla en la casa que perteneció a la familia desde muchos años atrás. Esas casas grandes de techos altos y puertas enormes donde los actuales plantas bajas eran antaño para las vacas, la buhardilla para las gallinas y el sótano para mantener frescos y secos los fiambres y conservas.
El sótano lo habíamos convertido en un almacén en el que la verdad es que teníamos solución para casi todo. Y digo casi porque así como estaba la cosa en los últimos años siempre podría surgir algo desconocido para lo que no estuviéramos preparados. Como el día en que pasamos de 30 grados sobre cero a 30 grados negativos en menos de una hora, el máximo efecto reventón térmico inverso que nos ha tocado vivir. Ahí se perdieron muchos; más de la mitad.
Afortunadamente nosotros permanecimos a cubierto en todo momento. En parte creo que fue suerte, aunque todos nos miramos para aquel entonces en silencio como si el quedarnos en casa hubiera sido fruto de un mágico presentimiento. No hablábamos mucho de aquello. En general parecía que hubiéramos perdido la sana costumbre de hablar.
Todo empezó el día en que el abuelo apagó el interruptor de la luz del baño, o con eso bromeaba él. Cayó un rayo tremendo sobre el repetidor de telefonía del pueblo, y eso que no había ni una sola nube, y a partir de ahí todo se precipitó.